La historia del alcohol es la de las relaciones íntimas entre el ser humano y las levaduras, un flechazo que surgió hace millones de años y que sigue vigente en la actualidad. Aunque nos habría gustado ser las estrellas de esta historia, la verdad es que es la levadura la que se lleva verdaderamente todos los focos de atención.
Lo nuestro es una conexión simbiótica, un beneficio mutuo entre compañeros donde el equilibrio de poder está en constante cambio. En cualquier caso, la levadura parece haber tenido la sartén por el mango, al menos desde que nuestros antepasados comenzaron a elaborar su propia cerveza. Nosotros la cultivamos, lo que garantiza que sobrevivirá y prosperará. Pero ¿qué obtenemos a cambio? Pues es que hubo un tiempo en que la levadura y el alcohol nos ofrecieron recompensas más allá de un rato de diversión.
BUENO PARA TODO
El alcohol produce sentimientos placenteros por su habilidad para unirse a los receptores GABA de nuestro cerebro. Normalmente, estos receptores reducen la actividad de las neuronas en las que se encuentran, pero cuando el alcohol se une a ellos, libera esa actividad y relaja nuestras inhibiciones.
En los albores de la agricultura, hace unos 10.000 años, la gente que vivía en pequeños asentamientos comenzó a fermentar comida y bebida. Esto les permitió conservar el grano sobrante, favoreciendo a la levadura frente a las bacterias que echaban a perder los alimentos. Además, este sistema producía un grano más nutritivo, ya que la levadura produce otros nutrientes durante la fermentación, como la vitamina B. Además, el consumo de alcohol ayudó también a la interacción social, que se complicó mucho cuando los grupos de asentamientos fueron aumentando de número de integrantes.
Y por último, la fermentación ofreció a aquellos primeros asentamientos humanos técnicas para esterilizar líquidos, ya que el etanol no solo mata bacterias como la que causa el cólera, sino otros patógenos. En las condiciones de insalubridad que tenían las primeras comunidades sedentarias, las bebidas fermentadas eran nutritivas y resultaban mucho mejor alternativa que las no fermentadas, repletas de bacterias.
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